La inmundicia de la calle me rodeaba en aquel oscuro callejón, junto a un agrio hedor que se había encadenado a mi piel cómo una asquerosa garrapata, producido por el abandono corporal y el aislamiento. Tendida en el suelo, y con una aguja colgando de mi brazo, esperé el momento en que el exceso de drogas que recorría mi cuerpo consiguiera parar al fin mi cansado corazón. Observé, entre las sombras, el gentío que pasaba por delante del callejón, y deseé con todas mis fuerzas poder tener una vida como ellos, con lujosas ropas y seguramente un futuro próspero. Pero yo había despreciado el mío, con el mayor de los ultrajes, tomando mi vida cómo algo inútil e insignificante y llevando mi cuerpo a límites insanos. Con gran esfuerzo, giré mi cuerpo para colocarme en posición fetal, al sentir un sabor ácido recorriendo mi garganta, seguido por una masa homogénea de alimentos descompuestos. Abrí la boca y vomité la poca comida que había ingerido en aquellos últimos días, sabiendo que mi cuerpo ya no aguantaría mucho más. Me separé varios metros a rastras de esa asquerosa fuente de alimento para las ratas y apoyé mi espalda contra la pared del callejón. Mi visión cada vez estaba más nublada, y mis extremidades prácticamente habían dejado de moverse, cómo si hubieran entrado en un profundo sueño.
El peso de mis párpados aumentó, ya estaba lista para caer en manos de Morfeo, cuando sentí que alguien se aproximaba hacia mí. Giré la cabeza lentamente y vi, cómo un hombre de gran estatura se agachaba a mi lado y me sonreía con complicidad. Fruncí el ceño, sin saber qué quería de mi. Vestía una larga gabardina negra con una infinidad de hebillas metálicas en ella, un jersey oscuro y unos pantalones del mismo color. En su cabeza descansaba un refinado sombrero de copa con el borde amplio, para tapar las facciones de su rostro. Lo único que podía ver en él, eran los destellos que ofrecían unas gafas clásicas redondas que tapaban por completo su mirada, todo él era enigmático y misterioso.
-¿Q-qué quieres?-pregunte con las pocas fuerzas que me quedaban.
Él no respondió, simplemente se limitó a llevarse un dedo a los labios e indicarme que mantuviera silencio con aquel gesto.
Entonces, se llevó a la boca su muñeca y frente a mí, hundió sus dientes en ella. Con asombro y temor, me percaté de los dos grandes y afilados colmillos que se entreveían entre sus dientes, cubiertos de su sangre. Pero tan siquiera tenía el vigor suficiente para gritar, mi cuerpo ya abandonaba este mundo y, con los últimos latidos de mi corazón, caí sobre el extraño hombre, que me agarró con firmeza. Mis párpados ya no lo soportaron más, mi corazón tampoco, pero justo antes de sentir el gélido abrazo de la muerte, percibí un extraño líquido caliente, entrando por mi boca y descendiendo por mi garganta. El sabor metálico de la sangre, fue mi último recuerdo, antes de abandonar aquel mundo, entre la inmundicia de aquel callejón oscuro y el hedor de mi piel, sujeta por un extraño con afilados colmillos.
Me vi suspendida en una sorda oscuridad, navegando por un agónico mar de sombras que transportaba mi cuerpo inerte a un lugar sin fin, cuando sentí una sacudida que hizo vibrar todos mis músculos. Abrí los ojos, a la segunda sacudida, cómo si alguien intentara despertarme a base de golpes o cientos de descargas corrieran por mi sangre. Y entonces, volví a verle. Seguía en la misma posición que cuando mi vida se escapó de entre mis manos, sujetándome con fuerza contra él. Me apresó un ataque de tos y me llevé las manos a la boca, mientras mi cuerpo se convulsionaba y el hombre permanecía callado, esperando algo. No entendía nada, ni cómo había podido sobrevivir a tal cantidad de drogas, hasta que contemplé mis manos, llenas de sangre que había expulsado al toser. Miré al hombre, que conservaba todavía la gran herida de sus dientes en la muñeca, y este me acarició la cabeza, mientras con la otra mano limpiaba las lágrimas que descendían por mis mejillas. Entonces grité, lancé un alarido que subió hasta el cielo despejado de aquella mañana, que fue contestado por aullidos de perros y ladridos. Sentí una gran ola de calor que recorría mi cuerpo, cómo si quemara cada uno de mis músculos y articulaciones. Experimenté el dolor más intenso que había sentido jamás, escuché el quebrar de mis huesos y cómo mi sangre corría a toda velocidad. Iba a gritar de nuevo, presa por el miedo y la tortura que estaba sufriendo, cuando el hombre de gafas clásicas me tapó la boca y ahogó mis gritos. No decía nada, tan siquiera me consolaba. Se limitó a agarrarme con excesiva fuerza y a bloquear mis movimientos, cómo si yo fuera una enferma mental y él mi camisa de fuerza. Pataleé y contraje mi cuerpo, deseando que aquella angustia terminase pronto. En posición fetal y sin apenas fuerzas, me aferré al abrigo de aquel desconocido y soporté los fuertes temblores que sufría mi organismo, pensando que volvería a dejar este mundo. Pero a los pocos minutos, tras los espasmos, el dolor y las náuseas, todo cesó de golpe, cómo si jamás me hubiera ocurrido nada. Miré al extraño hombre, que había separado al fin su mano de mi boca, y le observé abatida, esperando una respuesta a lo que me había ocurrido. Este se limitó a mirarme a través de las gafas redondas y a sonreír enigmáticamente. Al hacerlo, entreví sus afilados colmillos entre una hilera de relucientes y perfectos dientes. Por instinto, pasé mi lengua por mi dentadura y en ese momento, mi corazón dio un vuelco. Mis colmillos parecían haber aumentado de tamaño. Abrí la boca, sin poder creérmelo y comprobé con uno de mis dactilares, que estaba en lo cierto.
-Bienvenida-dijo con voz gutural, el extraño, mientras sonreía de nuevo.