Y finalmente comprendió que, sin amor, todos los besos saben a lo mismo. Antonio Hijano
Relato:
Se apoyó en el marco de la ventana, cansado y abatido. El recuerdo de todas aquellas mujeres le nublaba la consciencia. Deseaba poder amarlas cómo ellas le pedían, pero eso era imposible. La historia siempre comenzaba bien: buenas conversación y complicidad, pero acababa con el primer beso, cuando finalmente él descubría que no era distinta a las demás. Golpeó el marco con el puño, impotente. Aunque se esforzase e intentase encontrar un solo resquicio de calor en esos labios, era inútil. Ninguna mujer le había parecido tan dulce como Laura, y aquella era la peor de las torturas. Jamás podría olvidar a aquella preciosa mujer, con sus ojos claros y vivaces, su naturalidad y su frescura. Se enamoró perdidamente, incapaz de amar a otra mujer que no fuese ella. Sus besos habían sido su perdición, y sediento de ellos, buscaba un consuelo barato en los labios de otras mujeres. Pero era un acto vano. Nunca encontró un sabor parecido a los de ella. Y desde entonces, todos los días se culpaba por aquel error, por haberla dejado escapar.
Golpeó de nuevo el marco, furioso. Gritó con todas sus fuerzas y dos pequeñas lágrimas brotaron de sus ojos, precipitándose contra el suelo. Deseó no amarla, poder olvidarse de ella. Pero era incapaz. Comprendió que, si su corazón latía por una sola mujer, los besos de las otras mujeres jamás dejarían de saber a lo mismo. A nada.
Se apoyó en el marco de la ventana, cansado y abatido. El recuerdo de todas aquellas mujeres le nublaba la consciencia. Deseaba poder amarlas cómo ellas le pedían, pero eso era imposible. La historia siempre comenzaba bien: buenas conversación y complicidad, pero acababa con el primer beso, cuando finalmente él descubría que no era distinta a las demás. Golpeó el marco con el puño, impotente. Aunque se esforzase e intentase encontrar un solo resquicio de calor en esos labios, era inútil. Ninguna mujer le había parecido tan dulce como Laura, y aquella era la peor de las torturas. Jamás podría olvidar a aquella preciosa mujer, con sus ojos claros y vivaces, su naturalidad y su frescura. Se enamoró perdidamente, incapaz de amar a otra mujer que no fuese ella. Sus besos habían sido su perdición, y sediento de ellos, buscaba un consuelo barato en los labios de otras mujeres. Pero era un acto vano. Nunca encontró un sabor parecido a los de ella. Y desde entonces, todos los días se culpaba por aquel error, por haberla dejado escapar.
Golpeó de nuevo el marco, furioso. Gritó con todas sus fuerzas y dos pequeñas lágrimas brotaron de sus ojos, precipitándose contra el suelo. Deseó no amarla, poder olvidarse de ella. Pero era incapaz. Comprendió que, si su corazón latía por una sola mujer, los besos de las otras mujeres jamás dejarían de saber a lo mismo. A nada.
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