El cuerpo de la pequeña no se movía, y la imagen del cuerpo ensangrentado e inerte del bebé con la cabeza aún sumergida dentro de su madre, me acompañaría el resto de mis días. Y el de mis pesadillas.
-Vamos Claudia, un empujón más.
Con una mano sostuve el cuerpo de la pequeña, que ya sobresalía hasta el cuello y con él, el cordón umbilical; y con la otra agarré las toallas que había dejado en el suelo Helena. La cubrí con la tela, y tiré ligeramente hasta que la cabeza consiguió salir de la matriz.
-¡Padre!-gritó Helena, que volvía a entrar por la puerta en que minutos antes había salido- ¡Aquí esta todo!
-Llegas a tiempo, ¡rápido!-le mostré el cuerpo de Emma, lleno de sangre y entre los dos, lo sumergimos un poco en el barreño de agua. Con una habilidad magistral, Helena colocó las pinzas un tanto separadas en el cordón, y cortó justo en el hueco que había entre ambas.
-Ya está-dijo.
Le agradecí la gran ayuda y continué lavando el cuerpo de Emma, pero esta no emitía ningún sonido. Le dí una palmada en las posaderas, pero el llanto no llegó. Tragué saliva. La niña no daba señales de vida.
-Padre Ismael,¿dónde está mi pequeña? Por favor, quiero verla-me rogó Claudia, exhausta.
Las monjas me miraron con expresiones desencajadas, al verme con el feto sin vida entre mis manos. Su cuerpo seguía ligeramente manchado de sangre, a causa de la hemorragia interna de la madre. El pequeño cuerpecito de Emma se iba enfriando cada vez con más rapidez, y su tono de piel rosado fue tornandose blanquecino. Rogué a Dios por que aquel ser tan vulnerable abriera los ojos y berrease como cualquier recién nacido. Pero parecía como si aquel día, el señor me hubiese dejado tirado en la más negra oscuridad, pues el milagro no llegó, y tan sólo quedó el silencio. Acaricié el cuerpo, intentando hacerle entrar en calor, como última esperanza.
-¿Y mi niña?-preguntó de nuevo la madre, intentando incorporarse. Sabía que algo no iba bien.
Seguí acariciando con una fuerza mesurada el cuerpo inerte de Emma, pero a cada caricia que le regalaba, mis esperanzas se iban esfumando. Y sin poder ocultarlo, estallé en llanto. Nadie se atrevió a consolarme, todos parecían demasiado conmocionados, hasta que la voz sanadora del padre Miguel me arrolló:
-No te culpes, Ismael. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos-me tomó del hombro y me obligó a mirarle-. Esta criatura está ahora en manos de Dios.
Bajé la cabeza, abatido. Lourdes vino en mi ayuda y tomó a Emma entre sus brazos. La acompañé hasta el banco más cercano y allí nos sentamos, mientras veíamos al padre Miguel acercándose a Claudia. Esta, al verlo, le volvió a preguntar por su hija, pero lo único que él pudo decirle, fue darle su más sentido pésame.
-¿Q-qué esta diciendo, padre?-balbuceó.
La mujer se incorporó a duras penas, y dirigió su vista hacia el montículo de toallas que descansaba en el regazo de Lourdes.
-Mi niña… Esa es mi niña, ¿verdad? Traédmela. Quiero verla-dijo con una claro timbre de urgencia.
-Señora, no debería…-intentó calmarla una de las monjas.
-¡Que me deís a mi hija!-gritó entre lágrimas, colérica, pataleando e intentando zafarse del agarre de las monjas-¡Dádmela!
-¡Cállese, mujer!-el padre Miguel la zarandeó por los hombros con violencia-Su hija está ahora con el Señor…-su voz se volvió débil- Usted ya no puede hacer nada para evitarlo. Asúmalo.
Las duras palabras del hombre nos impactaron a todos con una gran contundencia. Pero sabíamos que él tenía razón. Debiamos aceptarlo. La mujer no pudo evitar echarse a llorar y su sonoro llanto se elevó por todo el recinto. Parecía una cruel melodía, repleta de desgarradoras notas y un ritmo descorazonador. Era la triste balada de una mujer a la que le había arrebatado su luz más preciada, su centro de felicidad y dicha.
-Padre Ismael-la hermana Ana entró de nuevo a la sala, blanca como la nieve- La ambulancia está entrando por el patio principal de los departamientos parroquiales.
La hermana, al ver el pequeño bulto de mantas que llevaba Lourdes sobre sus piernas se tapó la boca con una mano.
-Dios mío…-miró a la madre, que lloraba desconsoladamente sobre el altar, abrazada a las monjas que la rodeaban- Virgen santa…
Se sentó junto a Lourdes, con la vista perdida en la turbadora escena que presenciaba.
-La ambulancia…-dije- Que paren la maldita bocina de la ambulancia- rogué.
-Padre…-Claudia se levantó del altar, con los ojos como platos y la nariz moqueando- No está sonando la bocina…No es la ambulancia.
Todos enmudecimos, escuchando el verdadero timbre que me estaba taladrando las entrañas. Miramos a Lourdes, con una cara entre asombro y espanto y esta, con los ojos como platos, levantó el bulto que descansaba sobre su regazo: Un estridente llanto provenía de él.
-¡Padre!-gritó Helena, que volvía a entrar por la puerta en que minutos antes había salido- ¡Aquí esta todo!
-Llegas a tiempo, ¡rápido!-le mostré el cuerpo de Emma, lleno de sangre y entre los dos, lo sumergimos un poco en el barreño de agua. Con una habilidad magistral, Helena colocó las pinzas un tanto separadas en el cordón, y cortó justo en el hueco que había entre ambas.
-Ya está-dijo.
Le agradecí la gran ayuda y continué lavando el cuerpo de Emma, pero esta no emitía ningún sonido. Le dí una palmada en las posaderas, pero el llanto no llegó. Tragué saliva. La niña no daba señales de vida.
-Padre Ismael,¿dónde está mi pequeña? Por favor, quiero verla-me rogó Claudia, exhausta.
Las monjas me miraron con expresiones desencajadas, al verme con el feto sin vida entre mis manos. Su cuerpo seguía ligeramente manchado de sangre, a causa de la hemorragia interna de la madre. El pequeño cuerpecito de Emma se iba enfriando cada vez con más rapidez, y su tono de piel rosado fue tornandose blanquecino. Rogué a Dios por que aquel ser tan vulnerable abriera los ojos y berrease como cualquier recién nacido. Pero parecía como si aquel día, el señor me hubiese dejado tirado en la más negra oscuridad, pues el milagro no llegó, y tan sólo quedó el silencio. Acaricié el cuerpo, intentando hacerle entrar en calor, como última esperanza.
-¿Y mi niña?-preguntó de nuevo la madre, intentando incorporarse. Sabía que algo no iba bien.
Seguí acariciando con una fuerza mesurada el cuerpo inerte de Emma, pero a cada caricia que le regalaba, mis esperanzas se iban esfumando. Y sin poder ocultarlo, estallé en llanto. Nadie se atrevió a consolarme, todos parecían demasiado conmocionados, hasta que la voz sanadora del padre Miguel me arrolló:
-No te culpes, Ismael. Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos-me tomó del hombro y me obligó a mirarle-. Esta criatura está ahora en manos de Dios.
Bajé la cabeza, abatido. Lourdes vino en mi ayuda y tomó a Emma entre sus brazos. La acompañé hasta el banco más cercano y allí nos sentamos, mientras veíamos al padre Miguel acercándose a Claudia. Esta, al verlo, le volvió a preguntar por su hija, pero lo único que él pudo decirle, fue darle su más sentido pésame.
-¿Q-qué esta diciendo, padre?-balbuceó.
La mujer se incorporó a duras penas, y dirigió su vista hacia el montículo de toallas que descansaba en el regazo de Lourdes.
-Mi niña… Esa es mi niña, ¿verdad? Traédmela. Quiero verla-dijo con una claro timbre de urgencia.
-Señora, no debería…-intentó calmarla una de las monjas.
-¡Que me deís a mi hija!-gritó entre lágrimas, colérica, pataleando e intentando zafarse del agarre de las monjas-¡Dádmela!
-¡Cállese, mujer!-el padre Miguel la zarandeó por los hombros con violencia-Su hija está ahora con el Señor…-su voz se volvió débil- Usted ya no puede hacer nada para evitarlo. Asúmalo.
Las duras palabras del hombre nos impactaron a todos con una gran contundencia. Pero sabíamos que él tenía razón. Debiamos aceptarlo. La mujer no pudo evitar echarse a llorar y su sonoro llanto se elevó por todo el recinto. Parecía una cruel melodía, repleta de desgarradoras notas y un ritmo descorazonador. Era la triste balada de una mujer a la que le había arrebatado su luz más preciada, su centro de felicidad y dicha.
-Padre Ismael-la hermana Ana entró de nuevo a la sala, blanca como la nieve- La ambulancia está entrando por el patio principal de los departamientos parroquiales.
La hermana, al ver el pequeño bulto de mantas que llevaba Lourdes sobre sus piernas se tapó la boca con una mano.
-Dios mío…-miró a la madre, que lloraba desconsoladamente sobre el altar, abrazada a las monjas que la rodeaban- Virgen santa…
Se sentó junto a Lourdes, con la vista perdida en la turbadora escena que presenciaba.
-La ambulancia…-dije- Que paren la maldita bocina de la ambulancia- rogué.
-Padre…-Claudia se levantó del altar, con los ojos como platos y la nariz moqueando- No está sonando la bocina…No es la ambulancia.
Todos enmudecimos, escuchando el verdadero timbre que me estaba taladrando las entrañas. Miramos a Lourdes, con una cara entre asombro y espanto y esta, con los ojos como platos, levantó el bulto que descansaba sobre su regazo: Un estridente llanto provenía de él.
Yupiii :D
ResponderEliminarHa dado problemas de todos los colores, pero Emma ha salido, me tenias con el corazón en un puño...
No puedo esperar a ver com sigue, un beso
Lena
Muchas gracias por el coment guapa! ^^ Un besooo
EliminarQué niña más extraña, madre mía, qué miedo... Estoy deseando ver cómo sigue la historia, qué ha hecho que haya conseguido vivir, seguro que es algo tétrico e interesante :D
ResponderEliminarUn abrazo.
Vas bien encaminada Irene jajajaja Ya veréis ya ;)
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